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Organizada por el Club La Vereína y realizada el sábado 22
de junio de 2013.
Aunque las previsiones iniciales era que hiciera fresco
durante la ruta, la realidad es que tuvimos un día de sol espléndido y mucho,
mucho calor. Tanto que, a pesar de no ser una ruta de un esfuerzo excesivo (900
metros de desnivel en 12,5 kms.), a mi personalmente me resultó más dura que lo
que un trayecto de estas características suele resultarme. Quizá estaba un poco
desfondado.
Dado que la ruta se ubica en la provincia de Ávila, salimos
de Cáceres a las 7,45. Fuimos con el autobús hasta El Barco de Ávila y, desde
allí, pasando por Navalonguilla hasta Navalguijo, punto de partida y regreso.
Como habíamos parado a desayunar, no nos pusimos en marcha
hasta las 10,30, con el sol ya atizando.
Navalguijo es una localidad con escasos 100 habitantes y una
arquitectura popular de la serranía de Gredos.
Al salir de Navalguijo, la Cumbre del Rayo y el Picario
quedan frente a nosotros.
Enseguida atravesamos una breve zona boscosa, al pasar por
la Garganta de la Lanchuela, donde encontramos en Arroyo de las Malezas.
Y muy poco más allá, por el paraje denominado “El Frontón”,
unos estupendos pinares.
Cuando llevamos andados poco más de 2 kilómetros, al coger
un poco de altura en la falda de los Huertos del Monte, vemos detrás de
nosotros, al pie de los Riscos Blancos, Navalonguilla, a la que vamos a perder
enseguida de vista.
En este punto alcanzamos la Garganta de los Caballeros, que
queda a nuestra izquierda y que vamos a seguir hasta llegar a nuestro destino.
El Riscazo, también a nuestra izquierda, yergue soberbio
toda su dureza.
La vegetación se ha vuelto escasa. Jaras, tomillos, algunos
cantuesos y muchas piedras. Y los montes de Gredos a ambos lados del camino. No
estoy acostumbrado a estos parajes, que me resultan bonitos.
Una pequeña pradera nos anuncia que estamos llegando a la
Chorrera del Lanchón, que cae a nuestra derecha.
El Pico de la Camocha, a nuestra derecha, levanta imponente
su mole pétrea y, como para compensar tanta dureza, entre sus piedras asoman
las aguas del Arroyo del Horco.
Desde hace ya un buen rato la piedra se ha hecho camino.
Dura, a veces incómoda y en algunos momentos peligrosa ante un mal paso que
pudiera provocar algún percance.
El calor atiza. Son las 12; hace hora y media que comenzamos
a caminar y llevamos recorridos unos 6 kilómetros. En este momento todavía no
ha habido que hacer apenas esfuerzos de subida.
El Arroyo de los Caballeros traza su curso, en algunos
momentos, sobre la misma roca.
El camino, empedrado con grandes rocas, presenta ahora una
subida un poco más intensa, justo en el momento en que pasamos junto a una zona
en que el Arroyo se hace más ancho.
Algunos pilones de aguas profundas junto con unas pequeñas cascadas
me provocan de tal modo que me aproximo lo más que puedo al curso del agua para
poder fotografiar mejor.
Me he detenido demasiado tiempo, por lo que tengo que subir
de nuevo al lugar por donde discurre el camino. El calor aprieta, y mucho, y mi
esfuerzo me pasa factura. La respiración se acelera y el cansancio comienza a
hacer acto de presencia.
Llevamos recorridos 7 kilómetros. El repecho que acabamos de
subir, junto al calor, a algunos nos ha dejado cansados. Una “parada técnica”
nos ayuda a recuperar el aliento, momento que aprovechamos para hacernos una
foto juntos el grupo de los que ya no
vamos a cumplir 60.
Retomamos el camino para encontrar, en un pequeño llano al
que llaman “Las LLanaíllas”, un rústico refugio con forma de chozo de piedra
cubierto el tejado por retama seca.
Y un poco más allá, lo que queda de las antiguas minas de
blenda. Un poste indicador, cuatro paredes y restos de la antigua maquinaria
usada en la industria minera.
Durante un rato el sendero es pura piedra. Hay que atravesar
el Arroyo al otro lado, para continuar por aquella orilla durante un buen rato.
A lo lejos divisamos ya el final de nuestro camino, pero aún
nos queda una dura subida, pedregosa que a mi, y a algún otro compañero, nos
fatiga de modo notable.
Alcanzamos una pequeña pradera y, en ella, el refugio de los
Malacatones, en muy buenas condiciones. Ahora está vacío pero cuando regresamos
por la tarde encontramos en él a cuatro chicos que van a hacer noche en el
lugar.
A nuestra vista quedan ya el Alto de la Cruceta, el Juraco y
la Covacha y, a sus pies el glaciar en el que está la Laguna de los Caballeros
que no quedará a nuestra vista (para la desesperación de algunos) hasta que no
estás encima mismo de ella. Resulta curioso mientras caminas en su busca: sabes
que está ahí, pero resulta completamente imposible divisarla, lo que resulta un
poco frustrante.
Por algunas de las paredes del circo el agua baja, rauda, de
los neveros.
A estas alturas voy francamente cansado. He tenido que parar
tres o cuatro veces para coger un poco de aire. Camino completamente solo los
últimos trescientos o cuatrocientos metros. He perdido de vista a mis
compañeros que, seguro, ya han llegado.
Finalmente, tras un pequeño repecho, la dichosa Laguna de
los Caballeros queda a mi vista. Solo contemplarla (y a los Vereínos tirados en
la hierba comiéndose el bocata), me da nuevos bríos, por lo que acelero el paso
con la intención de descansar también yo todo lo que pueda.
Como han hecho los demás, me descalzo y, tras estar tirado
un buen rato, meto los pies en el agua helada. Y pido que me hagan una foto,
para que quede constancia que también yo fui capaz de llegar (hecho polvo, sí,
pero llegué). “Aquí estoy yo”, parece que digo.
El circo es impresionante, cerrado por los picos Juraco,
Cerrojillo y Risco de la Ventana.
Como he llegado el último, solo puedo disfrutar del descanso
veinticinco minutos. Son poco más de las tres de la tarde y tenemos que regresar.
El retorno se me hace fácil: todo es cuesta abajo. El camino
es tan pedregoso como al subir, pero cuesta abajo.
Curiosamente, a algunos compañeros se les hace difícil
caminar deprisa a pesar de ser cuesta abajo por el hecho de haber tanta piedra. A mi no me cuesta apenas.
El haber conseguido llegar parece que me ha animado, por lo que ahora marcho a
buen ritmo por el mismo camino por el que vinimos antes.
Cuando llegamos a Navalguijo nos encontramos la sorpresa de
que no hay ni un solo bar, por lo que nos conformamos con descansar a la sombra
del autobús esperando que lleguen los más rezagados.
Ha sido una ruta bonita, pero dura, al menos para mi.
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