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Realizada la travesía y desembarcados
no perdimos más tiempo que el necesario para reagruparnos y subir a los
autobuses que la organización tenía dispuestos para nuestro traslado a Chefchaouen.
Eran poco más de 100 kilómetros que, para la inmensa mayoría, estaban llenos de
ilusión, pues era la primera vez que íbamos a Marruecos. Otros ya habían estado
pero, por lo que decían, podíamos deducir que su ilusión no era menor que la
nuestra.
La verdad es que el viaje no podía
comenzar con más intriga y emoción. Efectivamente: Julia, una enfermera
de Madrid que formaba parte del grupo (se nos había unido ya el día
anterior), se dio cuenta la víspera al embarque, y ya por la noche, que se
había dejado el pasaporte en Madrid. Solo contaba con una fotocopia del mismo. El
problema era que en su casa no quedaban familiares, pues todos se habían ido de
vacaciones. Tampoco había posibilidad de pedir a nadie que fuera a recogerlo
para que lo enviaran por alguno de los sistemas de transporte súper-urgente,
pues ninguna otra persona tenía llave de su casa. A todo esto debemos añadirle
que los funcionarios encargados de expedir pasaportes o visados NO trabajaban
el día que debíamos cruzar la frontera, por ser Jueves Santo.
Julia, persona que no se
arredra ante las dificultades, decidió que, no obstante, se iba a arriesgar a
no poder pasar la frontera. La víspera del embarque fue a la Comisaría
de Policía de Algeciras y presentó una denuncia
por pérdida del pasaporte. Cogió la copia de la denuncia junto a la fotocopia
del pasaporte y se la guardó.
Al día siguiente se embarcó con los
demás. Los azafatos del buque le dijeron que “tururú”
de pasar a Marruecos sin pasaporte. Pero ella llegó a Algeciras y montó en el
bus. Tenía la esperanza de que en la misma frontera la Guardia Civil pudiera
expedirle un documento provisional y temporal que le permitiera cruzar. Alguno
de los guías le dijo que, aunque pudiera cruzar a Marruecos, podría tener
graves dificultades a la vuelta.
Julia se dio por advertida
de todo pero optó por ir hasta la frontera. Si la Guardia Civil no le
permitía el paso, asumió que regresaría a Ceuta por sus medios. Y si la
dejaban pasar y había problemas para cruzar de regreso, pues confiaba en que ya
se resolvería.
Montamos en el autobús con alegría
vereína (que es alegría de la buena) y arrancamos en dirección a la
frontera.
Anteriormente había estado tres veces
en Ceuta,
pero siempre so pretexto del típico viaje para hacer algunas compras y de eso
hacía ya bastantes años. Pero nunca había pasado de recorrer las calles
típicamente comerciales. Conocía, pues, la Bahía de Ceuta, que es la zona de
mar por la que llegan los barcos desde la Península, pero no la Ensenada
de Ceuta que es la que está al otro lado de la Península de Amina.
El autobús, en cuanto arrancó, cruzó el
pequeño istmo por el que la Península citada se une al resto de
la ciudad y se incorporó al tráfico de la Avda. Martínez Catena, por la que se
va a la frontera. A nuestra izquierda la Ensenada de la Almadraba, con la Playa
del Chorrillo a nuestro lado y la Punta de la Mala Pasada más allá,
construida casi hasta el mismo borde del mar, que es lo último que alcanzamos a
ver de la Península
Y un poco más allá, en cuanto pasamos
la Punta
del Morro, queda ante nosotros la Ensenada de Ceuta y toda la zona de
costa de la que, solo la mitad más próxima pertenece a España siendo el resto
territorio marroquí.
Detrás de nosotros queda el multicolor
bario de La Almadraba.
Alguien llama la atención sobre que a
nuestra derecha queda el Barrio del Príncipe (Príncipe
Alfonso, propiamente dicho), en el que transcurre la trama de la serie
televisiva El Príncipe. Cuando quiero reaccionar (para sacar una foto) es
demasiado tarde y ya hemos llegado a las instalaciones del paso fronterizo de El
Tarajal.
Me llama la atención la cantidad de
vehículos que se agolpan para el paso. En la parte española la sensación de una
cierta suciedad provocada por algunos papeles en el suelo y manchas de aceite.
Debe ser normal, me digo, por la cantidad de vehículos que pasan.
Algunos coches han sido apartados a un
lateral. Nos limitamos a mirar y a pasar y, tras la zona de las garitas, los
responsables de la organización, que previamente han recogido la documentación
de todos, realizan los trámites oportunos.
Todos suspiramos cuando se nos da el
pase (Julia, con su fotocopia del pasaporte incluida) para continuar
al control marroquí.
El paso por el control marroquí es algo
más estrecho que el español y mientras en este los guardias estaban a pie,
viendo pasar los vehículos, en el marroquí vemos policías ocupando las garitas
y más allá otros policías, junto a los coches dispuestos a revisar los mismos.
Dos policías me ven con la cámara de
fotos en la mano y, con un gesto imperativo, me indican que no debo hacerlas.
Como no quiero problemas me quito la cámara de delante de la cara y la pongo en
el regazo.
En cuanto pasamos la zona de garitas
hay una superficie abierta en la que vemos, aparcados al lado derecho, varios
vehículos con las puertas abiertas que están siendo inspeccionados. Algunos han
tenido que bajar al suelo parte del equipaje.
EL EXPRESO
DE MEDIANOCHE
Nos damos cuenta que nuestro bus
también se aparta a un lado y se detiene. Abre la puerta delantera y se escucha
el rumor de una conversación a la que no prestamos mayor atención pero, al cabo
de un momento, se forma un pequeño revuelo en la parte delantera del autobús y
cuando preguntamos qué pasa, nos contestan que han obligado a bajar a uno de
los integrantes del grupo y que la policía se lo ha llevado a una de las
casetas de control que hemos dejado atrás. De momento pienso que puede tratarse
de Julia,
que vaya a tener problemas con la carencia del pasaporte original.
En cualquier caso, el acongojo
(y léase la palabreja como se quiera) es generalizado.
Los de atrás, que no nos hemos enterado
de nada, queremos saber detalles y preguntamos qué ha pasado. Nos aclaran que
nada tiene que ver con Julia y que se trata de Miguel,
un integrante del grupo procedente de Granada. Al parecer ha sido
sorprendido por un policía haciendo una foto a la explanada donde nos
encontramos, donde están los coches en tránsito, y esa ha sido la causa de la
detención.
Los de la organización nos dicen que
guardemos las cámaras y que no hagamos ninguna foto. Inmediatamente pienso en
los dos policías que hace un momento me han hecho el gesto de apartar la cámara
y pienso, también, en algunas de las fotos que he hecho en las que, por
ejemplo, salen dichos policías y algunos más.
Sin poderlo remediar se me vienen a la
cabeza algunas escenas (horribles) de la película de Alan Parker El expreso de medianoche, en la que el
protagonista es encerrado en una cárcel turca y pasa las de Caín.
Acongojado (nuevamente), reviso las
fotos que llevo y procedo a borrar las que pudieran considerarse más comprometidas
(¿?). Llego a pensar en borrar todas las relativas al paso fronterizo, pero me
cuesta un imperio quedarme sin ningún testimonio gráfico y decido arriesgarme y
mantenerlas.
Guardo la cámara pegada junto a mi
cuerpo. Me recuesto en el asiento, entrecierro los ojos y finjo dormitar. Solo
por si sube algún poli, para pasar desapercibido.
Hay preocupación, intriga…
Al cabo de unos minutos regresa Miguel,
¡¡sonriente!!, que sube al bus y ocupa su plaza. Detrás de él un policía
marroquí se da un paseo por el pasillo del autobús, llega casi hasta atrás del
todo, regresa a la puerta, se baja y nos da la conformidad para seguir.
Yo sigo pegado a mi asiento. Aprieto la
cámara de fotos contra mí, como hacía Gollum, de El Señor de los Anillos,
cuando decía aquello de “¡¡Mi tesoroooo!!”.
Cuando, por fin, nos abren las verjas y
volvemos a salir a carretera, nos precipitamos en tropel sobre Miguel
para preguntarles detalles sobre su detención.
Con una sonrisa triunfal y cierto aire
de superioridad cuando ve nuestra angustia contenida, Miguel nos cuenta que
todo se ha debido a una foto que le ha hecho a una gran bandera de Marruecos
que ondea en la explanada del final del puesto fronterizo. Un policía le ha
visto y le ha hecho bajar, llevándoselo al puesto de control. Allí el oficial
del puesto le ha dicho que “mejor” borrara las fotos que llevaba
hechas y que así “no pasaría nada”. Miguel
ha borrado la de la bandera y alguna otra del paso fronterizo y le ha enseñado
la pantalla de la cámara al oficial para que viera que las demás fotos no
tenían nada que ver con el incidente. El oficial, satisfecho, le ha permitido
volver al autobús.
Para el resto del viaje Miguel
pasó a ser, para mí, “Miguel, el detenido”, un icono de la
fotografía rebelde.
El relato de Miguel del incidente
fronterizo nos ha llevado un rato y cuando queremos darnos cuenta hemos llegado
a la ciudad portuaria de Fnidek, que estamos atravesando.
Cuando me quiero dar cuenta, mantengo
la cámara apagada y guardada. La enciendo con premura, pero no me da tiempo a
hacer los ajustes precisos para obtener unas fotos medio decentes, por lo que
casi se me escapa una preciosa mezquita existentes en la
confluencia de las carreteras N-13 por la que hemos venido hasta
aquí y la N-16, por la que seguiremos desde este punto y hasta Tetuán.
Enseguida me doy cuenta que los
cristales tintados del autobús me la van a jugar con el color de las fotos.
Bueno… se hará lo que se pueda.
Todo me llama la atención: los bloques
de viviendas, muy similares a los nuestros pero con un estilo de decoración
propio y muy bonito. Los anuncios en los murales, de los que únicamente
comprendo los números; algunos complejos residenciales, verdaderamente
hermosos.
Cuando salimos de la ciudad, me llama
enormemente la atención el color verde intenso del campo marroquí. Yo esperaba
un color mucho más terroso, más seco y pizarroso. Sin embargo, es bellísimo.
Cuando llegamos a la altura de Haidra
vemos, por nuestra izquierda, una urbanización que se extiende a lo largo de Soumia
Plage y, muy a lo lejos, el Cabo Negro, que se adentra en el mar
y por nuestra derecha estupendas urbanizaciones en la ladera de un pequeño
monte.
Cuando atravesamos Bouzaghial, un poblado y
separado barrio de M’Diq, ciudad situada al norte de Tetuán, divisamos a
nuestra izquierda, a lo lejos, las aguas de Barage Asmir, o Presa
de Asmir, que es la que abastece de agua a Tetuán y que fue
terminada en 1991. Y más allá de las aguas de la presa, una montaña (de la que
no he podido averiguar el nombre), en cuya cima hay lo que parece una antena de
comunicaciones.
Tetuán (325.000
habitantes), como todas las grandes ciudades tiene a su alrededor multitud de
pequeñas construcciones —chalets, casas de campo e, incluso, pequeñas
mezquitas— que van jalonando la carretera cuando te aproximas a la ciudad.
Cruzamos Tetuán utilizando la N-13,
que circunvala la ciudad, evitando en todo momento adentrarse en la misma.
A mitad de la travesía de la ciudad, en
una curva de la misma, vemos a nuestra derecha la Universidad Abdelmaled Essaadi,
donde se ubica la Facultad de Ciencias y la Escuela Nacional de Ciencias Aplicadas.
Advierto a quien pueda utilizar el
track que a la salida de la ciudad el gps registró la ruta de forma extraña
durante unos minutos, por lo que el trazado se aparta de la carretera. Pero no
hay más que seguirla, sin apartarse de ella en ningún momento.
Según nos vamos alejando del centro de Tetuán
veo los típicos barrios de las afueras de cualquier gran ciudad. Eso sí, con
características decorativas en su arquitectura típicas de esta cultura. Me
llama la atención la profusión de pequeñas mezquitas por los distintos barrios,
aunque enseguida caigo que es normal, pues en Europa pasa lo mismo con
las pequeñas iglesias o parroquias repartidas por nuestros barrios. Y niños en
los parques, vendedores de chucherías con sus carritos, ¡como en España!.
Y gente con la forma de vestir habitual por aquí.
Antes de que se acaben los barrios
periféricos, en una rotonda, el autobús gira a la izquierda en un ángulo de 90
grados. En realidad seguimos por la N-13 ya que en esa rotonda, de haber
seguido rectos, hubiéramos pasado a la N-2, que va en otra dirección.
Enseguida pasamos sobre un puente que
salva el río Hajera que, con sinuosos y abundantes meandros, corre a verter
sus aguas en el Mediterráneo, solo un poco más allá de Tetuán.
En la falda de una montaña que aparece
a nuestra derecha vemos las casas que conforman la población de Mankal.
A unos 20 kilómetros de Tetuán
atravesamos un pueblecito llamado Zinat Tetouan. Lo primero que vemos
(como pasa con los campanarios de las iglesias en los pueblos de España) es el
minarete de su mezquita y después, la vida normal en las calles de cualquier
pueblo: niños que van o vienen del colegio, comercios con sus mercancías en la
puerta, padres con que vienen de recoger a los críos. Lo único distinto es la
vestimenta. Y el hiyab, el dichoso hiyab en las cabezas de niñas tan
pequeñas. Me cuesta acostumbrarme a eso.
Unos dos kilómetros más adelante, y a
nuestra derecha, nos encontramos con la presa de Nakhla que regula las aguas
del río
Hajera, del que hemos hablado antes. Su misión es garantizar, junto con
los pocos recursos de aguas subterráneas locales, el suministro de agua potable
de Tetuán
y su región, pues dada la creciente importancia del turismo en esta zona del
país, tanto el de interior como el que viene atraído por los muchos atractivos
de la costa mediterránea, esta obra tiene un papel muy importante en la
actividad económica regional.
La presa de Nakhla controla una cuenca
110 km2 donde la precipitación media anual es de 810 mm, y juega un papel
capital al garantizar la prestación de
7.000.000 m3 de agua potable al año.
Por el lado izquierdo de la carretera
vemos algunas de las montañas que forman parte de la cadena montañosa del Rif,
elevando sus grandes crestas, que llaman nuestra atención. Estas mismas
montañas se extienden hasta más allá de Chefchaouen, nuestro destino.
Atravesamos otro pequeño pueblecito, Larbaa
Beni Hassen, al que cruza la carretera por en medio.
Y un poco más adelante otro pantano con
un sistema de presa con compuertas abiertas que llama mi atención. Por más que
he buscado, no he logrado ni conocer su nombre ni ninguna otra característica
del mismo.
Algo más de tres kilómetros más
adelante y cruzando el curso del río que viene desde el pantano que acabamos de
ver, veo desde la carretera un curioso puente (por el que nosotros no pasamos)
moderno, de cemento, con alrededor de una docena de ojos perfectamente
redondos. Allí mismo, en el agua y junto al puente, dos o tres personas
rastrillan las arenas del lecho del poco caudaloso río como si buscasen algo.
Estamos a doce o catorce kilómetros de Chefchaouen
y ya vemos, en la distancia, las montañas en cuyo cobijo se recuesta la ciudad.
En pocos minutos llegamos a una rotonda
en la que abandonamos la carretera N-13 por la que hemos venido desde Tetuán
para incorporarnos a la R-412 que, en continuo ascenso, nos
llevará a nuestro destino.
Desde la rotonda vemos ya las casas de Chefchaouen
en las faldas de los montes Tisouka (2.050 m) y Megou
(1.616 m) de la Cordillera del Rif, que se elevan por encima del pueblo como
dos cuernos, dando así nombre a la ciudad (Chefchaouen en bereber significa: “mira
los cuernos”).
La entrada en la ciudad enfervoriza a
los fotógrafos, que se plantan la cámara delante del ojo y no cesan de darle al
gatillo, pues todo parece atractivo, todo se pretende que quede recogido para
el recuerdo: escuelas, letreros, gentes, edificios….
Los hoteles donde nos vamos a hospedar
están en el interior de la medina, por donde no es posible
circular con vehículos. Por este motivo el autobús nos deja en la Avda.
de Moulay Alí Ibn Rachid, junto a la mezquita y cementerio del mismo
nombre y delante mismo de la puerta monumental de la medina
llamada de Bab el Ain que a mi me recuerda tantos y tantos arcos de paso
que tenemos en la Ciudad Monumental de Cáceres.
Y lo poco que se ve, todavía, desde
aquí, aún con las mochilas a cuestas y las maletas en las manos, ya empieza a
enamorarnos de esta ciudad.
Y allá que fuimos, cargados de equipaje
e ilusión