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El 2 de abril amanecimos todos a la
hora convenida, temprano, alentados por la expectativa del viaje que estábamos
a punto de comenzar. Marruecos nos seducía, aún cuando la
inmensa mayoría no habíamos estado nunca allí.
Nuestro ferry salía a las 9,30 por lo
que la organización nos había pedido que estuviéramos en el puerto a las 8,45.
Nosotros, para evitar sorpresas, decidimos salir del hotel media hora antes
pues, a pesar de que ya sabíamos exactamente dónde teníamos que ir y a qué
distancia estaba (por el paseo del día anterior).
Nuestra anticipación nos premió, de
camino al puerto, con un espléndido amanecer.
Siendo Jueves Santo y, por
tanto, día no laborable, Algeciras retenía a sus vecinos
anclados a sus camas. El movimiento en las calles que recorrimos era meramente
anecdótico.
Pensábamos que íbamos a ser los
primeros en llegar, pero otra pareja se nos había adelantado. Y, poco a poco,
fueron llegando el resto de los Vereínos.
Y tuvimos la oportunidad de conocer y
saludar a los otros integrantes del grupo procedentes de Granada, Almería,
Málaga
y Ronda
con los que íbamos a convivir estos días.
Una vez que a cada uno se nos entregó
el correspondiente billete y tras pasar el correspondiente control policial,
nos dirigimos por las instalaciones del puerto en dirección al barco. No hacía
falta que nadie dijera nada, pues la ilusión del viaje se reflejaba en todos los
rostros.
Como resultaba preceptivo dejar
constancia documental del momento de “dejar Europa”, al cruzar la pasarela
de embarque, me apresté, cámara en mano, a inmortalizar el momento.
Buena parte del grupo optó por tomar
asiento en las instalaciones del barco para hacer la travesía. Algunos
permanecieron allí todo el trayecto. Otros lo hicimos solo al principio, pues
siendo gente de tierra adentro, nos apetecía ver la salida del barco y tomar
algunas fotos.
Gracias a la amabilidad de un compañero
de viaje —Jesús Bas—, quedó constancia fotográfica de que yo también iba
en el grupo.
Las operaciones de desatraque y salida
del buque de la “Dársena de la Galera”, que así se llama en la que se ubican los
barcos antes de zarpar, nos reunió a un puñado de pasajeros en la pequeñísima
cubierta accesible desde la que se podían ver las operaciones. Y no puedo dejar
de aprovechar para dejar constancia del hecho de que la compañía naviera tenía
cerrado el acceso a la gran cubierta superior desde donde todo el mundo hubiera
podido seguir las operaciones con comodidad. Y lo mismo sucedió a la vuelta.
Frente a nosotros, al otro lado de la
Dársena, quedaba el “Muelle del Navío”, donde amarran los
buques de carga para realizar sus operaciones. La verdad es que las inmensas
grúas llamaban poderosamente nuestra atención.
Solo cuando estamos a punto de salir de
la Dársena
y ya después de haber salido de ella, podemos ver, a nuestra izquierda primero
y detrás después, el “Dique del Ingeniero Cástor R. del Valle”
que salva a los buques que están en el interior del molesto oleaje, sobre todo
mientras tienen que realizar sus habituales operaciones.
Solo ahora, cuando el buque ha virado
poniendo rumbo al sur, queda a nuestra vista el Peñón, el istmo y el
perfil de La Línea.
Primero Julián y, después, éste
con Miguel
Ángel quieren unan foto con el Peñón de fondo. Pues, ¡foto!
Y cuando el buque abandona la Bahía
de Algeciras y sale a mar abierto empieza a cabecear de modo
considerable. Como, en definitiva, ya no hay que ver más que agua, vuelvo al
interior a departir en amigable cháchara con los compañeros de viaje.
Tras hora y media de travesía arribamos
a la Bahía
de Ceuta y el buque, sorteando los muelles de Levante y de Poniente
y, dentro ya de lo más recogido del puerto, el de España atraca en el
denominado Muelle del Cañonero Dato, donde desembarcamos.
Me sorprende comprobar que aquí pasa
como en los aviones, que apenas si acaba de aterrizar el pájaro ya está todo el
mundo de pie en el pasillo esperando para salir. En este caso no había pasillo,
pero sí una cola informe, de “a veinte en fondo” esperando para
acceder a la pasarela, por la que solo se podía pasar de uno en uno.
Desembarcados, hemos de bajar una
planta para acceder a la calle, aflorando las sonrisas que evidencian lo
satisfactorio de la travesía y las ganas de salir enseguida hacia nuestro
destino.
Ya en la calle, cargamos con nuestras
mochilas para montar en el autobús que, sin más demora, nos llevará a Chefchaouen,
nuestro destino final.
Y alguien aprovecha los cristales de
espejo de entrada (para nosotros salida) del puerto para hacerse un
autorretrato. “¡Lo que hay que ver!”, parece que dice el buen amigo y
excelente fotógrafo Jesús Bas.
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