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Organizada por la sección de senderismo de la empresa
Catelsa y realizada durante la mañana del 25 de enero de 2014. Llevamos como
guía a Vicente Pozas. Participamos unas 40 personas, un grupo compacto y sumamente
grato.
Mañana muy agradable y soleada. Un poco de viento frío
cuando pasamos a la altura de la Peña del Águila.
Dejamos los coches al principio de la Calle Real en Pedroso
de Acim, cerca de un panel informativo. Desde allí, subimos por dicha calle y
pudimos disfrutar viendo numerosas cigüeñas con sus nidos instalados en tejados
particulares y en el de la Iglesia.
Una moderna estatua de San Pedro de Alcántara conmemora la
figura de quien ha sido el habitante más destacado de este pueblo. Y allí
mismo, una fuente.
Al pasar la plaza debe tomarse por la derecha, por la Calle
Oscura para girar otra vez a la derecha y salir del pueblo por la Calle San
Juan.
Va a quedar ante nuestros ojos una buena vista hacia el
norte y, pocos metros más adelante, en una curva del camino, las ruinas de una
antigua construcción con algún elemento arquitectónico que nos llama la
atención.
A partir de aquí hemos de seguir siempre el camino
principal, evitando tomar cualquiera de las desviaciones que quedan a nuestra
derecha.
Cuando llevamos caminados muy poco más de 1,5 kilómetros,
una valla con tres o cuatro carteles y un paso canadiense. Los carteles nos
indican que entramos en la finca “Villa Santa Ana” y nos advierten sobre la
prohibición de coger setas.
Antes de atravesar la valle, a nuestra izquierda está el
monte El Berrocal, como nos informa otro cartel. De ahí mismo sale el camino
que, a nuestra vuelta del Molino, deberemos tomar para continuar la ruta.
El camino no tiene pérdida, pues está perfectamente trazado.
Por nuestra derecha distinguiremos sin ninguna dificultad
Torrejoncillo, y un poco a su izquierda, y algo más cercano, el embalse de
Portage.
Seguimos, entre alcornoques, por el Camino de Portezuelo
hasta llegar a otra verja con paso canadiense, que atravesamos. Desde aquí nos
quedará poco más de 1,3 kilómetros para llegar al Molino que vamos a visitar.
A nuestra izquierda queda lo que creo que es el Canchal del
Monje en la Loma de Pedro Cabrero.
Muy a lo lejos, a nuestra derecha un poco hacia atrás, los
principales picos de la Sierra de la Peña de Francia, a los que no puedo poner
nombre.
En pocos metros más llegamos al tercer paso canadiense. Por
aquí pasa el Arroyo de Valdecocos que, a nuestro paso, va completamente seco de
agua.
Pocos metros más allá de la verja, a la izquierda del
camino, un pozo de metro y medio de profundidad (sin agua a nuestro paso)
representa un peligro, al carecer tanto de brocal como de tapa o de reja que
pudiera darle un poco de seguridad.
El camino describe un giro brusco a la izquierda y en ese
mismo lugar un poste tiene un cartel que nos indica que estamos a 100 metros
del Molino que venimos a visitar. Desde allí mismo tenemos una estupenda vista
hacia Torrejoncillo.
A nuestra vista quedan ya las ruinas de lo que fue el Molino
del Tío Fabián, también conocido como Máquina del Tío Fabián y las de las
edificaciones anejas al mismo.
Según la escasa información disponible a la que he podido
tener acceso parece que las instalaciones se dedicaron primeramente a molino de
cereales para modificar su utilización, posteriormente, a telares seguramente a
consecuencia de las fábricas de paños existentes en la vecina Torrejoncillo.
De la primera parte de la información no tengo ninguna duda,
pues los vestigios existentes en el lugar acreditan sobradamente su actividad
de molino, pero de la segunda no tengo constancia alguna que no sea la afirmación
hecha en un panel informativo, por lo que no me atrevo a asumirla.
Se trata de dos grupos de construcciones claramente separadas
una de otra. La segunda también podríamos diferenciarla en dos.
La primera de todas es la más próxima al camino. Por su
estructura quizá pudieron ser viviendas o dormitorios para la gente que
trabajara en el molino o fábrica o, quizá, lugares donde almacenar el cereal
que habría de molerse. Se trata de un conjunto de ocho o diez dependencias
distintas, construidas con materiales de inferior calidad a los utilizados en
el Molino propiamente dicho.
No se conservan restos de los tejados ni se ven por el suelo
restos de tejas que pudieran haber cubierto su techumbre. Las vigas parece que
eran de madera, por algunos restos que allí quedan. Básicamente estaban
fabricadas con mampostería, tierra y piedras y algunas parece que estuvieron
encaladas por dentro. Podemos deducir que se daba bastante menos importancia a
estas construcciones que a la principal.
El edificio principal y la parte oeste de la construcción
parece que constituyeron una sola unidad, pues tienen el mismo diseño
arquitectónico. Sus paredes exteriores son de ladrillo macizo y las interiores
de mampostería. Tenía dos plantas y un bajo cubierta que no parece tuviera uso
alguno.
Se accede a través de un porche de obra con dos pasos en
forma de arco, con el mismo diseño que todos los huecos de acceso de la planta
baja o sótano, que da a la parte por el que debía correr el cauce del arroyo cuyas
aguas movieran las piedras del molino.
Todos los ventanales de la planta superior, que por el lado
izquierdo de la edificación queda a ras de suelo, son cuadradas o
rectangulares.
El interior está completamente ruinoso. El techo solo
conserva parte de las vigas de madera y de las tejas solo quedan algunas. Las
paredes interiores han desaparecido casi todas y las puertas de acceso brillan
por su ausencia, pues no queda ni una.
De la maquinaria del molino quedan algunos restos. Así, pude
contar hasta cuatro piedras de moler, tres en el lugar donde, seguramente, se
efectuaba la molturación, ya que allí desemboca la conducción de agua y se
observan los huecos por donde debería salir para accionar los engranajes, parte
de los cuales se encuentran también allí.
La cuarta piedra está en una dependencia al lado y en ella
son claramente visibles dos placas. Una de ellas, rectangular, nos informa que
las piedras se fabricaron por la “Grande
Société Meuliére”, cuyo representante en España era León Riviére. La otra, ovalada, nos habla del origen de la piedra y
de la fábrica: La Ferté sous-Jouarre.
Me ha parecido que podría ser interesante indagar un poco
por el origen de estas piedras de moler y sobre esa “Grande Société Mouliére”
que las fabricaba para contar algo al respecto en este post del blog. Bien,
pues ahí va un resumen de lo mucho que he encontrado al respecto.
Una buena fuente de información para estas líneas ha sido un
interesante artículo que Luc Vanhercke
y Anny Anselin publicaron en 2009, en
el nº 117 de la revista El Gurrión que se edita en la
localidad oscense de Labuerda. Con el título “Piedras
de moler nacidas en Francia y olvidadas en el Alto Aragón”, daban
cuenta del hallazgo de estas piedras en el molino de San Cosme, situado entre
Sasa y Cortillas. También las encontraron en Alquézar lo que despertó su
curiosidad, llevándoles a visitar la localidad francesa de la que procedían, La
Ferté.
También he encontrado interesantes referencias en la página
que el Centro de Estudios Borjanos (de Borja, Zaragoza) tiene en
internet.
De especial relevancia y altura el libro de Severino
Pallaruelo (1994) sobre los molinos en el Alto Aragón y el artículo de Barberá
Miralles (2003) sobre molinos y muelas en la provincia de Castellón.
Reconozco, de modo expreso, la autoría de lo que cuento a
continuación al trabajo de Vanhercke
y Anselin y, en algunas cosas,
también al Centro de Estudios Borjanos.
Solo reflejo un breve resumen, sobre todo, del primero de los trabajos citados.
La piedra de moler del Molino del
Tío Fabián lleva como referencia de marca “La Ferté”. Se trata de una piedra
procedente de la ciudad francesa de La Ferté sous Jouarre, al este de
Paris. Y la Grande Société Meuliére era una empresa de fabricación de piedras
de moler de aquella ciudad.
La Ferté sous Jouarre es una
ciudad a orillas del río Marne que desemboca un poco más lejos en el río Sena
en Paris. Actualmente ha desaparecido de la misma toda actividad fabril que
tenga que ver con su antigua actividad. No obstante, en 2002, con motivo de una
conferencia dedicada al tema, La Ferté fue declarada “capital
mundial de la piedra de moler”. De hecho, actualmente en la ciudad
algunas piedras sirven de ornamentación en glorietas y otros lugares.
Después de la primera Guerra Mundial,
sólo dos grandes empresas pudieron mantenerse en función hasta finales de los
años 1950.
La “vida” de una piedra de moler
comenzaba en la cantera. En la segunda mitad del siglo XIX, el periodo de mayor
actividad, existían centenares de explotaciones en las proximidades de La
Ferté. Habían allí importantes bancos de sílex, un tipo de roca muy
duro y muy utilizable para labrar muelas de alta calidad. Actualmente, de las
antiguas canteras solo quedan unas pequeñas excavaciones inundadas y medio
ganadas por la maleza y el bosque.
La vida de los obreros que se
dedicaban a la fabricación de piedras de moler era dura y peligrosa, pues
ocurrían muchos accidentes, a menudo fatales: caídas de piedras y corrimientos
de tierras inesperados provocaban lesiones y fracturas. En las canteras surgía
continuamente agua subterránea y trabajar con los pies mojados durante todo el
año causaba enfermedades pulmonares.
Una vez en el taller, las piedras
pasaban todo un proceso hasta el producto definitivo.
Hasta la mitad del siglo XIX se
fabricaron, sobre todo, piedras “monolitos” pero después las grandes
empresas se especializaron en las piedras compuestas “modernas”, las más
conocidas y apreciadas por su calidad superior. Las que existen en el Molino
del Tío Fabián son de éstas últimas. Para su fabricación, los obreros
tenían que seleccionar trozos de piedra de dureza, densidad y estructura
homogéneas. Las trataban y picaban hasta que obtuvieran el tamaño adecuado y
luego unían los fragmentos poligonales con un cemento especial para formar las
muelas tan famosas.
Durante siglos, en el puerto fluvial
a orillas del río Marne se ubicaba el lugar de embarcación de las piedras para
el transporte en barcos, llamado Le Port aux meules -el puerto de las muelas-. El muelle
estaba constituido de centenares de muelas monolitos desaprobadas o quebradas,
y recicladas como material de construcción.
A lo largo del tiempo las piedras de
La
Ferté comenzaban su viaje al exterior desde este puerto.
A partir de 1865 con la llegada del
ferrocarril, las transportaban sobre todo por la vía férrea. La proximidad de
un gran centro como París facilitaba sin duda una mejor distribución. Se
exportaban al mundo entero, sobre todo dentro de Europa pero incluso a países
como Estados Unidos, África del Sur y Nuevo Zelanda. Entre 1857 y 1866
exportaron desde La Ferté 6.000 muelas por año y esta cifra alcanzó hasta más de
20.000 en 1880.
En los talleres, los obreros
efectuaban su faena en grandes espacios semiabiertos donde el polvo proveniente
de todo el labrar y picar de las piedras circulaba en abundancia. Las pequeñas
partículas de sílex, muy irregulares y ásperas, afectaban el tejido pulmonar de
los obreros. Junto con el polvo de acero proveniente del uso de los utensilios,
provocaban la temida silicosis, enfermedad pulmonar incurable, larga y mortal,
también llamada la enfermedad de los
meuliers -los trabajadores de muelas-.
El sílex, muy duro, desgastaba tanto
los utensilios de hierro que cada dos días los herreros de la empresa tenían
que forjarlos otra vez. En aquella época morían en 10 años un promedio de 8 de
cada 10 obreros en accidentes de trabajo o de enfermedades profesionales.
No todas las muelas con la marca “La
Ferté” provenían de la ciudad misma. Ya a partir de los años 1840 los
bancos de sílex alrededor de La Ferté comenzaban a agotarse y las
empresas buscaban zonas donde se encontraba también piedra de igual calidad. De
ahí que varias empresas de La Ferté fundaban casas anejas más
lejos de la ciudad. Un lugar donde empezaban muchas nuevas explotaciones era
Epernon, una localidad al sur de Paris en la cercanía de Chartres. En esta
época, Epernon era más pequeño y menos conocido que La Ferté. No obstante ya
poseía una larga tradición de trabajar piedras de molino en sílex y además
piedras de sillería en caliza. En la segunda mitad del siglo XIX, bastantes
piedras exportadas como “de la Ferté” provenían en realidad
de las canteras de la zona de Epernon.
Las empresas solían marcar todas las
muelas con la estampa “la Ferté”, sola o junto con el
nombre de la empresa. Había por lo menos seis departamentos franceses en los
que se fabricaban muelas tipo La Ferté. Sin embargo, la actividad
en estos lugares consistía, principalmente, en preparar y seleccionar la piedra
para enviarle después a La Ferté donde se montaban las
muelas.
Según Pallaruelo al Altoaragón
las famosas muelas marcadas “La Ferté” solamente comenzaron a
llegar a finales del siglo XIX y se extendieron muy pronto alcanzando casi toda
la zona. Podemos estimar que las piedras del mismo origen que encontramos en
Extremadura datarán, aproximadamente, de la misma época.
Barberà Miralles señala en su artículo
(citado) que un tal Francisco Riviére era un distribuidor de muelas francesas para
Madrid, Valladolid y Bilbao y que La Maquinaria Agrícola José del Río,
de Madrid, y la casa Pérez Muntaner de Barcelona,
suministraban muelas franceses a toda España. Y por otras referencias que he
encontrado, puedo deducir que el León Riviére que figura en la muela
del Molino
del Tío Fabián sería hijo del Francisco Riviére citado por Barberà
Miralles.
En nuestro molino el agua se hacía
llegar a través de tuberías cuyos restos aún son visibles. La tubería hace una
curva de casi 90 grados para que el agua bajara con fuerza y pudiera accionar
los engranajes que accionaban las piedras de moler. El agua después fuera de la
fábrica a través de restos de conducciones que aún pueden verse, pero casi
ocultas por la maleza.
Podemos ver, de un modo esquemático, cómo funcionaba el
Molino del Tío Fabián con este gráfico que he tomado de un folleto publicado
por la Asociación de Desarrollo Rural “Proyecto Noreste de Soria”, PROYNERSO
En el caso de nuestro molino, no habría río, sino las
tuberías de agua.
Creo que entre los restos que quedan en el lugar existe una
pieza que podría identificarse con lo que en el gráfico aparee como
“compuerta”, que podría ser ésta (sin que me atreva a asegurarlo):
Uno de los elementos más espectaculares del Molino son los
restos de lo que debió ser nave principal del mismo. Puede tener diez metros de
ancho por unos veinticinco o treinta de largo. Además de las dos paredes de los
extremos, cuenta con cuatro grandes arcos de ladrillo que sostenían el techo,
seguramente de madera y del que apenas si queda vestigio alguno.
La visita al Molino resultó muy agradable e instructiva para
todo el grupo por lo que, satisfechos, retomamos el camino de regreso hasta el
primero de los pasos canadienses que nos habíamos encontrado.
Al llegar al mismo, y tras un reagrupamiento, tomamos el
camino que sale a la derecha. Algunos, al ver la cuesta que sube derecha hacia
el Alto de San Juan preguntaron… y suspiraron aliviados al decirles que
giraríamos enseguida a la izquierda, sin subir derechos, para ir bordeando la
Sierra de Pedroso dejando a nuestra derecha, sin tener previsto subir a ellas,
la Peña de los Cenizos (o Peña Ceniza que la llaman otros), la Peña del Águila
y el Alto de Berrocal, de 659, 701 y 695 metros respectivamente.
Todo este trayecto discurre por una cómoda pista, sin
complicaciones, que a lo largo de los tres kilómetros que hay hasta el punto
más alto (junto a la Peña del Águila) no tiene más que un desnivel de 160
metros en ascenso, lo que hizo que los participantes llevasen un paso alegre en
su mayoría.
La sencillez del terreno pero, sobre todo, las hermosas
vistas que se extendían a nuestra izquierda hacia el norte y noroeste
acapararon buena parte de las conversaciones en la subida.
Desde el camino divisábamos con facilidad, enfrente de
nosotros, el Cerro Charcón y, como un navajazo blanquecino en medio de él, las
minas de estaño de Santa María, ahora abandonadas. Delante del Cerro y
ligeramente a su izquierda, el Embalse de Torrejoncillo. Detrás del Cerro se
atisba con facilidad el pequeño pueblo de Valdencín.
A la izquierda del Cerro, y ya alejado del mismo,
Torrejoncillo y también Coria, mucho más lejos y más a la izquierda.
A la derecha del Cerro, con toda nitidez, Holguera y, mucho
más lejos, pero también distinguible, Montehermoso.
También desde el camino podíamos divisar Gredos, con sus
cumbres completamente nevadas. Todo un espectáculo de enorme belleza.
Los buitres que anidan en la Sierra de Arco, en las
estribaciones de la Peña de los Valles, decidieron darse una vuelta por donde
estábamos nosotros. Aunque, en general, volaban a buena altura, alguno llegó a
descender en su vuelo hasta ponerse a nuestra altura e, incluso, un poco más
abajo, lo que nos permitió intentar fotografiarlos.
Cuando llegamos a la altura de la Peña del Águila arreció un
viento frío que nos invitó a abrigarnos más de lo que veníamos y los que íbamos
en cabeza aceleramos un poco el paso para tratar de encontrar algo de abrigo.
En los pinos que comienzan a crecer en esta sierra,
abundantes nidos de procesionarias llamaron nuestra atención. No nos pareció
buena señal para el futuro de estos pinos tal concentración de nidos repletos
de estas orugas.
A la altura de El Berrocal el camino describe un semicírculo
casi perfecto desde el que puede verse, casi a nuestros pies, el convento del
Palancar. Como quiera que debíamos reagruparnos y tomar un refrigerio, se optó
por parar en lo más cerrado de la pequeña vaguada existente al terminar la
curva, lugar razonablemente protegido del viento y con unas bonitas vistas.
Durante la parada estuvimos comentando sobre el Convento del
Palancar, resultando que varios de los asistentes no lo conocían, por lo que se
planteó de tratar de realizar la visita que los Franciscanos hacen para grupos
a diversas horas.
Continuamos camino con ánimo de llegar pronto al Convento.
Vicente Pozas, que actuaba como “guía” en esta ruta, nos
anunció que pocos metros más adelante íbamos a ver unos abrevaderos que, con
seguridad, nos gustarían.
En el punto más al este de la ruta, el sendero describe casi
un círculo completo, del que salimos a través de un paso canadiense.
Tal y como Vicente nos había prometido, en pocos minutos
llegamos a la Fuente de los Cucharros, un lugar que a todos nos pareció
precioso, no solo por el entorno, sino por la propia Fuente.
Se trata de toda una veintena de abrevaderos de piedra
colocados el “L” y en pendiente, de manera que el agua de la Fuente que cae en
el primer abrevadero va pasando de unos a otros dada su disposición.
La mitad están colocados en una dirección y la otra mitad en
la otra.
El agua de la Fuente es clara y en ningún sitio se indica
que NO sea potable. Eso sí, dado el
musgo existente en las piedras, quien quiera coger agua debe hacerlo
directamente del chorro.
El sitio invita a solazarse de la Fuente y de su entorno, lo
que hicimos, permaneciendo allí durante más de diez minutos. Y es que no era
para menos.
Tras volver al camino encontramos enseguida un paso
canadiense y, tras cruzarlo, hemos de tomar la carretera que sale a la
izquierda y que, en cinco minutos, nos sitúa ante el Monasterio del Palancar.
Lo primero que encontramos al llegar a la explanada, a
nuestra derecha es la “Fuente del Palancar”, pequeño recinto de piedra con
cancela, pero abierto, que me da la impresión que más que para beber está hecho
para “estar” allí: leyendo, descansando, respirando, contemplando.
El gripo, sobre una preciosa pila de piedra, no da agua.
Imagino que la tienen cortada.
Por el lado izquierdo de la explanada se accede a un
precioso jardín del que tuve la oportunidad de disfrutar durante días hace unos
años, con motivo de una convivencia que hice aquí, en la casa que hay a la
derecha de la explanada adosada a los muros de la Iglesia.
Creo que el jardín es un lugar muy franciscano: pequeño,
cuidado, tranquilo y sin estridencias. Todo es sencillo y todo parece estar en
su lugar. Nada sobra. Todo (y todos) parecen tener allí cabida.
Fue curioso, pero durante los minutos que estuvimos en el
jardín la gente casi no habló. Unos se sentaron, otros disfrutaron de las
vistas y todos se sintieron sumamente a gusto.
Como es sabido, dentro del Convento que actualmente se ve
desde fuera se encuentra el Convento originario, el que fundó y en el que vivió
San Pedro de Alcántara. Está considerado el Convento más pequeño del mundo. La
celda de San Pedro de Alcántara tiene un metro cuadrado. Dormía sentado,
apoyando la cabeza sobre un tronco que tenía delante.
Alrededor de veinticinco senderista (quizá alguno más)
decidió esperar a que los frailes abrieran para realizar la visita guiada de la
una de la tarde.
El resto decidimos continuar hacia el pueblo, por lo que
volvimos sobre nuestros pasos y al salir de la explanada tomamos un camino que
hay a la izquierda y que pasando por las puertas del Restaurante El Palancar,
lleva directamente a Pedroso de Acim pasado por la Charca de la Nava, que queda
a la derecha del camino.
Al llegar a Pedroso de Acim continuamos hasta la Iglesia y
giramos a la derecha por la calleja que está a continuación para visitar los
lavaderos públicos que se encuentran detrás de la Iglesia.
Fueron restaurados hace años. A mi juicio con mucho acierto.
Su estructura da una idea perfecta de cómo desarrollaban las mujeres su trabajo
aquí. Y también podemos darnos una idea del intenso frío que tenían que pasar
cuando venían a realizar esta tarea.
Y con esto dimos por concluida la ruta.
Que interesante toda la ruta. Cuantas cosas habeis visto. Natxo, José Luis, Vicente, me ha hecho mucha ilusión veros. Creo que Maribel también estaba. Gracias Teo por todo lo narrado. Como siempre, haces que también disfrute del paseo leyendo y viendo las fotos tan bonitas que pones.
ResponderEliminarJulia I