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En la primavera de 2013, haciendo una ruta senderista por
tierras montanchegas un amigo me habló de la prueba no competitiva de las Millas
Romanas que se venía celebrando cada año en Mérida al llegar la
primavera. La misma consistía, según me dijo, en recorrer 100 kilómetros en un tiempo
máximo de 24 horas y con la necesidad añadida de tener que pasar por diez
controles (uno cada 10 kilómetros, aproximadamente), dentro de unos tiempos
concretos.
Pensé que la ruta representaba un reto, en lo personal, muy
interesante pues me pareció que una caminata semejante, toda seguida, debía
requerir aguante, tesón, amor propio, cabeza para repartir esfuerzo y espíritu
de sacrificio para superar los baches tanto físicos como emocionales que, sin
duda, debían presentarse durante el recorrido.
El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española
identifica “cobarde” con “pusilánime”, y define este segundo
término como “Falto de ánimo y valor para tolerar las desgracias o para intentar
cosas grandes.” Y, fíjate bien, que NO dice “…para CONSEGUIR cosas grandes”,
sino para
intentarlas. Así, y como no me tengo por pusilánime, me propuse que en
la siguiente convocatoria me apuntaría para INTENTARLO, dándome igual si
lograba completar la prueba o no.
En enero de 2014 se convocó la edición de dicho año, la
XVI e inicié los trámites para apuntarme.
Como quiera que este gusanillo del andar lo comparto con
mi hermano Pepe, le comuniqué mi decisión de inscribirme, por si quería
acompañarme. Su respuesta fue automática: “yo sí”. Y me pidió que le diera un
par de días para comentarlo con un par de amigos suyos de su club, más
montañero que senderista, (los “Raposos Plateados” de Madrid), por
si querían apuntarse. Ambos (“Jose” y Guillermo) decidieron
también participar.
Conocido lo anterior, contacté con mi otro club
senderista los “Prisiñas”, de Olivenza, al que me siento orgulloso de
pertenecer desde sus inicios. Me dijeron que iban a apuntarse varios compañeros
y pedí que nos inscribieran también a nosotros cuatro.
Pronto pudimos conocer el itinerario acordado por la
organización que, a diferencia de ediciones anteriores, consistiría en dos
anillos que se iniciaban y terminaban en Mérida, en lugar de los tres de los
años anteriores.
Conscientes de la exigencia de la prueba, desde enero
procuramos prepararnos de un modo adecuado haciendo, además de las rutas y recorridos
habituales (salidas una o dos veces por semana de entre 20 y 30 kilómetros)
varias de más de 50 kilómetros.
Pepe y sus compañeros, en Madrid, se dieron
sus buenas palizas y remataron con tres marchas (una por semana) de unos 60
kilómetros. Al término de la última de ellas, sorprendentemente (pues nunca le
había pasado), a Pepe le salió una ampolla en un pie que, pese a haberse secado
y curado bien, durante el recorrido de las Millas le pasó una cara factura.
Yo, por mi parte, entre mediados de enero y finales de marzo
hice algo más de 600 kilómetros de entrenamiento. Tres de las salidas fueron en
recorridos superiores a 50 kilómetros. Las tres últimas semanas realicé salidas
prácticamente diarias para, alternando, caminar o correr 15 kilómetros. En todos los casos conseguí unas medias en
torno a 6 km/hora.
El 4 de abril los madrileños pasaron por Cáceres,
comimos a base de pasta y llegamos al Pabellón Polideportivo “Diocles”
de Mérida en torno a las 6 de la tarde para recoger los dorsales, el “rutómetro”
y contactar con los amigos Prisiñas que venían desde Olivenza.
Una organización perfecta a todas luces nos permitió
solventar el trámite de identificación, recogida de documentación y depósito
del equipamiento que no íbamos a llevar con nosotros en pocos minutos.
Solventado el trámite, pudimos, previas las oportunas
presentaciones, saludar a los Prisiñas que ya habían llegado al
Polideportivo.
Para aquellos que no conozcan a los integrantes de este Club
Senderista de Olivenza tengo que decir que si tuviera que resumir lo
más característico del “ser Prisiña” en dos palabras diría que personifican el cariño
y la amistad,
por lo que desde el primer instante los tres madrileños se sintieron acogidos e
integrados en el equipo.
Sería radicalmente injusto no destacar la presencia allí de Paola
Salas y Manolo Silva, Prisiñas que no iban a hacer las
Millas pero que estuvieron pendientes de los que sí las hicimos desde antes de
empezar hasta después de haber acabado los más de 100 kilómetros.
Sencillamente: se desvivieron por todos; estuvieron presentes en cada punto de
control y avituallamiento dando ánimos y atentos al estado físico y mental de
cada uno de nosotros.
Del Diocles nos fuimos a la Plaza
de España, de donde estaba prevista la salida y el primer control, en
el que procedimos a sellar los rutómetros.
El ambiente era totalmente festivo y allí pudimos sacar
algunas fotos de grupo.
La salida se dio con exquisita puntualidad, de modo que a
las 9 de la noche iniciamos la marcha. La presencia del fotógrafo emeritense José María Colomo tanto en este momento como en los primeros controles, a
quien agradezco la autorización para incorporar sus fotos a este reportaje, nos
permite recordar el momento.
Durante los dos primeros kilómetros, con muy buen sentido
por parte de la organización, estaba prohibido el uso de bastones de
senderismo, dada la aglomeración de personas.
Éramos unas 400 personas. Los que iban a hacer las Millas a
la carrera se pusieron inmediatamente en cabeza y los perdimos de vista en un
instante. El resto disfrutamos de la visión nocturna de algunos monumentos de
la ciudad.
El punto culminante fue la salida de Mérida atravesando, a
lo largo, el hipódromo romano donde un buen puñado de voluntarios alumbraban
nuestro paso sosteniendo antorchas. Toda una exhibición de la magnífica
organización.
El primer tramo, hasta Trujillanos, eran 11,5 kilómetros
que recorrimos a buena marcha, algo superior a los 6 km/hora.
Sabíamos que podía llover durante la prueba y la dichosa
lluvia quiso acompañarnos desde, prácticamente, el primer metro aunque en este
tramo nos dejó tranquilos.
Hicimos el recorrido de este primer tramo en media hora
menos de lo que nos habíamos propuesto y, según me pareció a mi, llegamos todos
en perfectas condiciones para sellar el rutómetro y continuar la marcha.
Paola y Manolo nos esperaban para animarnos.
A la salida de Trujillanos me doy cuenta de que
llevo todo el pecho sudando, lo que me llama la atención, porque el resto del
cuerpo va bien. Me percato que es la bolsa en la que he metido el dorsal la que
está haciendo se me moje toda la ropa, por lo que no ando con historias, me lo
quito y lo guardo en un bolsillo. Ya lo sacaré para mostrarlo en cada ocasión.
El siguiente punto de control y primer avituallamiento en
serio (aunque en Trujillanos también se pudo tomar fruta, agua y alguna barrita)
está en Valverde de Mérida, a 7,5 kilómetros. Se trata de la etapa más
corta de todo el recorrido.
Por el camino el agua arrecia por momentos, aunque sigue
siendo un chirimiri no demasiado intenso. Yo me apaño con el miniparaguas que
siempre llevo conmigo, pero vuelvo a guardarlo enseguida porque deja de caer.
Llegamos a Valverde manteniendo la media hora
de ventaja sobre nuestro horario particular que ya teníamos en Trujillanos.
Me sorprende que no hayamos ganado algo.
Paola nos dice que los Prisiñas han pasado hace pocos
minutos, pero que van como una exhalación. No han podido seguir su ritmo, y
están allí con ella, Virginia y Mónica que nos dicen que
siguen con nosotros.
Cuando, tras el sellado del rutómetro, creo que vamos a
salir, Pepe dice que se va a cambiar los calcetines pues tiene alguna
molestia. Me llama la atención que emplee en dicha operación unos diez minutos,
cosa poco habitual en él, normalmente mucho más rápido.
Por fin, antes de salir nos hacemos la foto de rigor
Nuestro siguiente destino es
Villagonzalo. Son 11,6 kms. de recorrido que hacemos ya bajo
una lluvia constante y, en algunos momentos, intensa. Llevo puesto, sobre una
camiseta técnica de manga corta, un polar fino. No tengo frío ninguno, pero el
paraguíllas con que me apaño comienza a no ser suficiente. Cae bastante agua y
aunque el viento no es excesivo, sí hace que la lluvia caiga terciada, con lo
que empezamos a mojarnos. No quiero detenerme para sacar el cortavientos de
goretex que llevo en la mochila, pues no quiero detener el ritmo de la marcha
que, aunque no es todo lo fuerte que podemos, sí es razonable.
Cuando aun nos falta unos cuatro kilómetros para llegar a Villagonzalo
me doy cuenta que el polar va empapado. Los pantalones, de cordura, también van
mojados, pero secarán rápido en cuanto cese un poco la lluvia.
Llegamos a Villagonzalo con 20 minutos de
adelanto sobre nuestro horario. Quiere decir ello que no sólo no hemos ganado
tiempo sobre horario particular, sino que hemos vuelto a perder diez minutos de
la ventaja que traíamos.
Al entrar en el polideportivo, Paola y Manolo
nos esperan, como siempre con la mejor de sus sonrisas.
Ellos no lo dicen (ni lo reconocerían), pero sus caras
denotan el lógico cansancio. Llevan desde por la mañana temprano en pie y, en
lugar de la adrenalina que nos proporciona a nosotros la emoción de la marcha,
han de soportar el aburrimiento de la espera en cada puesto de control.
Por el camino Virginia se resentido de modo
importante de una lesión en sus rodillas. Su sufrimiento es evidente, aunque no
quiere reconocerlo por lo que ello acarrearía. Guillermo, que ha
caminado a su lado durante muchos metros, medio la ha convencido de que no
merece la pena causarse una lesión importante por empecinarse en continuar.
Comento todo esto con Pao y, finalmente, convencemos a Virginia para que se vuelva en el
coche con Pao y Manolo. Su decepción y disgusto es
evidente pero todos pensamos que es lo más sensato y prudente.
La organización tiene prevista la cena. Es un
avituallamiento más contundente de lo habitual: pasta y tortilla de patatas,
además de lo que es normal en todos los demás.
Recogemos las bandejas pero antes de probar bocado,
procedemos a darnos una buena mano de vaselina en los pies y a un cambiado de
calcetines. Traemos los pies secos, pero llevamos 30 kilómetros y nos faltan
otros tantos hasta llegar a Mérida. Es el momento.
Me quito el polar y compruebo que está empapado, pero que no
ha calado ni una gota. Me pongo otra camiseta sobre la que traía, guardo el
polar y saco el goretex.
Los pies los traigo secos. Me arriesgué calzándome las
zapatillas de gore en lugar de las “súper transpirables”, pero voy “de
película”. En Mérida ya decidiré si me pongo las otras que dejé en el Diocles
o si continúo con éstas.
Veo a Pepe demasiado entretenido con sus
pies. A mi pregunta, me reconoce que trae molestias importantes, sobre todo en
el pie en el que tuvo la ampolla. Me dice que en Valverde se puso un
compeed, pero que le molesta muchísimo. Su cara dice mucho más que sus
palabras.
Empiezo a preocuparme.
Repuestos los pies y el estómago nos hacemos las fotos de
rigor antes de salir.
Aún vamos sobre nuestro horario particular, aunque hemos
perdido buena parte de la “bolsa de minutos” que conseguimos al principio.
Paola nos dice que van a tratar de descansar un poco, por lo
que no estarán presentes en los controles de La Zarza y del
Club de Golf. Quedamos en vernos en el Diocles en torno a las 9
de la mañana.
Salimos del pueblo en dirección al Guadiana, junto al que
vamos a caminar durante un buen trecho. Hay unos 8 kilómetros hasta La
Zarza. La lluvia sigue presente, pero ha decrecido su intensidad.
La aglomeración de caminantes de hace unas horas ha
desaparecido por completo. Coincidimos con otras personas cuando llegamos a los
lugares donde están instalados los controles. No tenemos que hablar de ello,
pero resulta evidente que mucha gente empieza a estar tocada.
Nosotros hemos reducido nuestra velocidad. Estamos todavía
dentro de los márgenes que nos habíamos marcado antes de comenzar, pero yo
empiezo a plantear, en voz alta, que nuestro objetivo de entrar en meta
alrededor de las 5 de la tarde posiblemente no lo cumplamos. Jose
dice que ni hablar, y que ese es el objetivo y que lo cumpliremos.
Barro. Charcos. Luz solo la que arrojan nuestras linternas.
Me encuentro bastante bien, pero observo que Mónica comienza a tener
un caminar oscilante. Le pregunto qué tal va y me dice que le molestan las
caderas.
Pepe no va bien. No dice nada. Absolutamente nada. Para mi
esa es la prueba evidente de que no va bien, su silencio. Se queda ligeramente
atrás, lo que nos hace aminorar automáticamente el paso. No tengo claro que sus
pies vayan a mejorar y menos aún según les vayamos metiendo kilómetros.
En un momento dado el camino hace un giro a la izquierda y
enfilamos a La Zarza. Es un camino completamente recto y en ligero ascenso
que atraviesa el Canal del Zújar y, ya llegando, la EX-105, por la que no pasa
ni un coche en el momento de cruzarla.
Entramos en La Zarza por una de sus calles
principales hasta llegar a la plazoleta donde está instalado el control y
avituallamiento. A estas alturas no me apetece comer absolutamente nada.
Llevamos casi 40 kilómetros.
Cuando nos sellan el rutómetro compruebo la hora: las 4,40
de la madrugada. Estamos, exactamente, cumpliendo la hora que teníamos marcado
en nuestro proyecto particular. Pero eso no es buena señal, pues significa que
hemos perdido toda la ventaja, con respecto a nosotros mismos, que habíamos
ganado al principio. Estamos, por tanto, disminuyendo velocidad.
Pepe se sienta en un banco de la plazoleta
y vuelve a cambiarse de calcetines. Le esperamos unos metros más abajo. Echa lo
que nos parece una eternidad en el cambio. Luego nos dice que se ha quitado el
compeed y se ha puesto otro, pues el anterior le molestaba. No ha quedado
contento pues, al parecer, le sigue molestando.
Allí mismo, en mitad de la calle, pedimos a otros “milleros”
que nos haga la foto de rigor.
Al salir del pueblo caminamos junto al Río Matachel, cuyas aguas
se dejan oír con claridad en medio de la noche. Cuando llevamos recorridos unos
cuatro o cinco kilómetros, más o menos a la altura en que el Matachel
desemboca en el Guadiana, el camino está lleno de grandes charcos, por lo que
hay que andar con cuidado de no meterse en ellos. De pronto escucho un fuerte
chapoteo y me temo lo peor. Me vuelvo y veo a Pepe que se ha metido, de
lleno en un charco. Trastablillea por medio del charco, que cruza enterito de
punta a cabo. Igualito que Moisés en el Mar Rojo, pero sin que se
separasen las aguas. Dado el estado en que lleva los pies, se me hace presente
el temor de que tropiece y caiga, lo que al final no ocurre.
Cuando logra salir del charco lleva las zapatillas hasta
arriba de agua, pues el charco era profundo y le ha entrado agua por encima del
tobillo. Al caminar sus pies producen un “plof, plof, plof…” que no vaticina
nada bueno. Dice que no se para a cambiarse, que sigue hasta el Club
de Golf Don Tello, el próximo control, y que allí ya verá. Y yo pienso
que el agua, los compeed, las ampollas y el caminar con unos calcetines y
zapatillas mojadas…
Cuando llegamos al punto de control lo hacemos en solitario.
Hemos empleado 2 horas y diez minutos en hacer 9 kilómetros, superando ya con
ello los horarios que nos habíamos fijado en poco más de 20 minutos.
En el control no hay ni un sitio donde sentarse. Estamos
recorriendo una vía para caminantes urbanos, de esas cuyas calzadas se pintan
de color rojo o verde. Tras sellar los rutómetros, Pepe se sienta en el
suelo y procede a todo el ritual de descalzarse, secarse los pies, revisarse
los compeed, sacar calcetines secos y el otro par de zapatillas que,
previsoramente, se ha traído en la mochila y calzarse de nuevo. Algo más de 15
minutos que se agregan al ya prolongado retraso que llevamos.
Cuando estamos dispuestos para continuar, la foto
correspondiente que nos tira Mónica. En nuestras caras se
evidencia lo que está en la mente de los cuatro, pero que ninguno se atreve a
expresar: ¿Nos darán los pies un disgusto?
Yo creo que, porque fuimos medianamente conscientes de la
cara que teníamos, al repetir la foto, pusimos “a mal tiempo buena cara”.
Del control del Club de Golf al polideportivo en Mérida
son casi 12 kilómetros. Mónica no va bien. Pepe
tampoco. Guillermo se pone al ritmo de Mónica y charlan sobre el
estado físico de ésta. No quiere abandonar. Es consciente de cómo va, pero
quiere llegar al final. Guillermo (70 años, experiencia y
mucho sentido común) le insiste: “tienes muchos años por delante; no merece la
pena que te arriesgues a una lesión importante; inténtalo de nuevo el año que
viene”.
Jose y yo vamos al ritmo de Pepe,
que se nos queda atrás en cuanto nos descuidamos. No pronuncia ni una queja,
pero es evidente que “no es él”, ni por su ritmo habitual de marcha, ni por su
buen humor y dicharachería al caminar. Va en absoluto silencio. Me atrevo a
preguntarle si se ve en condiciones de continuar después de Mérida. “Ya
veremos” es toda su respuesta.
Cuando tenemos la ciudad a la vista, clarea. El Guadiana
se extiende a nuestra derecha. Para mi sorpresa, Pepe logra incrementar el
ritmo, con lo que recuperamos un poco la media que traíamos, logrando adelantar
a un grupo de 6 u 8 caminantes que iban delante de nosotros.
Teníamos previsto haber llegado al Polideportivo sobre las
8,15 y haber salido sobre las 9. Sin embargo llegamos a las 9,15.
Inasequible, Paola nos espera. Cuando llegamos
nosotros otros Prisiñas están a punto de iniciar el segundo recorrido de 40
kms. Minutos después Paola nos dice que Kiko,
con los pies completamente llenos de ampollas, ha regresado apenas recorridos
100 metros. No puede seguir.
Mónica, muy a su pesar, permite que se
imponga el sentido común y también decide dejarlo aquí.
Mientras desayunamos Paola se deshace en atenciones a
unos y a otros: a unos les da ánimos, a otros le trae agua, bocadillos… No hay
palabras para agradecerle su actitud.
Pepe revisa su estado. Vuelve a cambiar
calcetines, compeed, zapatillas y camisetas. Se le nota que ha superado el
tremendo bajón que le produjo el episodio del charco y se muestra presto para
continuar.
Pese a nuestros propósitos, se nos olvidó hacernos la foto
de grupo en esta parada. Solo una foto, que me hizo Pao mientras me cambiaba
yo mismo de calcetines. Creo que mi cara refleja un poco el estado de ánimo de
todos.
A las 10 sale el grupo de los “milleros” que solo van a
hacer el segundo circuito. Decidimos arrancar con ellos, por lo que espabilamos
en lo posible y salimos a la calle justo cuando acaban de empezar a caminar.
Una chica ataviada de “andarina” se nos acerca y nos
pregunta por las XXX Millas y le decimos que acaban de salir. Se llama María
José y nos cuenta que se apuntó a las LXVII, pero que no pudo
empezar anoche y que ha decidido hacer la segunda parte y, sin más trámite, se
apunta a nuestro pequeño grupo.
Vamos de nuevo a Trujillanos, primer control de esta
segunda parte. Anoche fue el primero de la noche. El recorrido es completamente
distinto. Pasamos también junto a restos romanos (¿y dónde no en Mérida?), pero
no por el hipódromo. Enseguida ponemos rumbo hacia la carretera A-5, y
caminamos paralelos a ella.
Pepe parece haberse recuperado bastante. No
tiene su habitual caminar alegre, pero va mejor que esta madrugada y está más
hablador, más distendido, lo que me hace sentirme mejor a mi también.
Comentamos de todo, procurando distraer nuestra atención de
lo más inmediato: los 40 kilómetros que tenemos por delante.
Llegamos a Trujillanos sin problema y habiendo
rebasado nuestro particular horario en tan solo cincuenta minutos, pues pasamos
el control a las 12 y habíamos pensado hacerlo a las 11,10. A nuestra foto de
grupo se ha unido en esta ocasión María José.
El siguiente control está en Mirandilla, que está a 11,5
kms. de Trujillanos, en una subida muy suave, pero continua. Esos kilómetros
a mi se me hacen interminables. Durante mi preparación para esta prueba había
oído y leído sobre el famoso “Muro”, que los que corren maratones
les suele aparecer a los 30 kms. y en estas pruebas de ultrafondo en torno a
los 60. Para mi el dichoso “muro” se me plantó delante a los 72
o 73 kms. Me empezaron a doler los pies de un modo endiablado; me pesaban las
piernas de las rodillas para abajo; estaba harto de andar, harto de la gente,
harto del paisaje, harto del sol, de millas… harto de todo. Por más que miraba
mi gps, siempre marcaba 75 kms. recorridos. volvía a mirarlo media hora más
tarde, y allí estaban los 75. Y una, y otra, y otra vez.
Guillermo había salido a toda marcha de Trujillanos,
en compañía de María José. En este tramo íbamos solo Pepe, Jose
y yo. Decidí acelerar el paso, ensimismarme y no pensar en nada ni escuchar a
nadie. Solo me fijaba en la siguiente curva, en el siguiente repecho, en el
siguiente árbol. Y lo marcaba como objetivo a alcanzar. Y luego el siguiente, y
el siguiente.
Llegué a Mirandilla cansadísimo y no entendía
porqué, pues hasta Trujillanos había ido muy bien. En el control estaba Pao,
que me ofreció una silla y me preguntó qué tal estaba. Cuando le dije que
cansadísimo, el voluntario de la organización quiso poner a mi disposición un
coche para, si abandonaba, llevarme a Mérida. Aquel ofrecimiento de ¡¡¡abandono!!!
tuvo el efecto de un reconstituyente. Me puse de pie y le dije que llegaba a
Mérida aunque fuera arrastrándome. Salí de allí, tomé un bocadillo de queso de
la mesa de avituallamientos y me tumbé un rato en la calle, en la acera. Fue
minuto y medio, pero me dejó nuevo. Me comí el bocadillo, me cambié de
calcetines y me sentí nuevo, dispuesto a hacer los 20 kilómetros que faltaban
aunque fuera a la carrera, si hacía falta.
Al salir de Mirandilla nos echamos una nueva
amiga. Se llama Mara y es de Sevilla. Ha venido con otros amigos pero la han
dejado atrás y nos pide caminar con nosotros pues de otro modo, dice, le
costará “un imperio” terminar. Desde luego, la aceptamos.
Por el ritmo de marcha, Mara se empareja conmigo y tiramos
en dirección a Proserpina. Hablamos de caminatas, de carreras, de maratones
(me dice que corrió el de Roma de hace un par de meses), de
cerveza… De todo, con tal de que se nos pasen los kilómetros.
Cuando queremos darnos cuenta llegamos al cruce la carretera
N-630, donde hay un yacimiento con un miliario romano, los restos de alguna
casa y unos paneles informativos. Los miramos un poco por encima, hacemos la
oportuna foto y seguimos... El cuerpo nos pide seguir para terminar.
Pasada la carretera estamos en la zona de Proserpina,
el próximo control (y último antes de la meta). El entorno se nos hace más agradable.
A la altura de un pequeño aeródromo nos detenemos un
momento. Detrás de nosotros vienen Pepe, Jose y un grupo de seis o
siete personas más. Las esperamos y continuamos ya juntos.
Justo antes de llegar al pantano de Proserpina Pepe
dice que el compeed le va matando. Se sienta en una piedra y, descalzo, recorta
como puede un borde del compeed. Continuamos. Despacio, despacio.
Llegando ya a la cabedera del pantano, donde está la presa
romana (maravillosa), Paola me llama para saber por donde
vamos. ¡¡Siempre pendiente!!
En pocos minutos hemos cruzado por delante de la cabecera de
pantano y pasamos el último control. Guillermo ha pasado por aquí hace
más de media hora y ha seguido con dirección a Mérida, por lo que no
sale en la foto.
Salimos de Proserpina ilusionados y con ganas.
De pronto nos damos cuenta que tenemos que recorrer varios kilómetros por
asfalto. ¡Lo que nos faltaba! Es una vía paralela a la carretera, pero asfalto
al fin y al cabo.
Hago estos kilómetros, ya con Mérida a la vista, con
unas ganas locas de llegar. A Pepe vuelve a costarle caminar, pues
el parche del pie sigue dándole la lata.
Poco a poco caen los kilómetros y entramos en la ciudad.
Vamos más lentos de lo que yo quisiera.
Pasamos por el acueducto y me vuelvo para hacerle una foto a
Pepe
que, con sorna, saca la lengua y hace el signo de la victoria. Cansado, sí,
pero con la meta al alcance de la mano, tiene ganas de juerga.
Paola llama para saber donde estamos. Cuando
se lo digo, me indica que ella está con Vicente y Pedro, dos Prisiñas,
un poco más adelante. Van tocados, pero van que es lo que importa. En un
momento dado los alcanzamos y adelantamos. Nos damos ánimos mutuamente, pues
estamos a unas centenas de metros de la meta.
Por fin llegamos a las pistas deportivas que están junto al Diocles.
Cuando accedo a la pista donde está el arco que marca la meta, espero a Pepe,
que viene cinco o seis metros detrás, para entrar juntos. Jose está también aquí y
caminamos juntos. Guillermo, que ha llegado antes, se pone junto a nosotros para
entrar también a la par.
Todos los Prisiñas, los que han participado y
ya llegaron como los que han dado su apoyo durante toda la prueba se acercan
aplaudiendo y lanzando vítores. Es, sencillamente, reconfortante tanto el
llegar a meta como ser recibido con tanto cariño.
Justo detrás de nosotros entran Vicente y Pedro.
Cansados, pero felices.
Tras los oportunos abrazos, felicitaciones mutuas, etc…
acreditamos ante el puesto de control nuestros recorridos y nos entregan el
diploma y el trofeo que nos acredita como “milleros”.
Y, ¡cómo no!, con nuestras camisetas Prisiñas nos hacemos
todos una foto como estupendo recuerdo de la dura jornada.
Pepe y yo nos fuimos a dormir a Cáceres y Jose
y Guillermo
se quedaron en Mérida.
Al día siguiente habíamos quedado en Cáceres para comer los
cuatro juntos y comentar las incidencias de la jornada. Aprovechamos para hacernos
otra foto lo cuatro, con la camiseta del club de los Raposos Plateados, para
su página web.
¿Resumen? Pues una experiencia más, un reto personal
superado, un punto y aparte y “a otra cosa, mariposa”, que
experiencias nuevas por vivir nos quedan muchas.
Que barbaridad, acoj... me dajais.
ResponderEliminarAunque ya habia felicitado a Pepe y los del grupo Rapsos, que son los que conozco, la hago extensiva a todos los supercaminantes
Enhorabuena, campeones.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarComo les decía a mis amigos Raposos Plateaos en conclusión: Juntos tomamos el reto los del equipo, disfrutamos preparandonos, lo superarmos juntos con gran satisfacción y hoy cada uno se conoce un poco mejor y sabe que si detrás de una cumbre suele haber otra más alta, detras de un límite aparente puede haber recursos insospechados para superarlo que solo descubren los que se atreven. Gracias Prisiñas... Iré a veros a Olivenza. Carpe Diem
ResponderEliminarDe nuevo, constato que sois unos campeones física y mentalmente. Genial la crónica, Teo, de esta manera lo he vivido un poco con vosotros, el ambiente, los pensamientos que cruzan, la preocupación por Pepe, la superación de todos simbolizado en ese signo de victoria en Mérida y como no...me he emocionado con la foto de llegada TODOS JUNTOS...ains, un abrazo fuerte!!!
ResponderEliminarAli, hija de Jose