18 junio 2004.-
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Para
no romper la costumbre, nos hemos levantado a las 4,30 y hemos empezado a
caminar a las 5. Tenemos por delante algo más de 30 kilómetros.
Se
ha comentado en el albergue que estamos a punto de empezar a encontrar la gran
masa de gente que viene a recorrer los últimos 100 kilómetros (a partir de
Sarriá) para ganar la Compostela. A todos nos resulta difícilmente
comprensible. El “Camino”, su espíritu, se gesta en vivir cada uno de los 600
kilómetros que llevamos recorridos, no en un papel. Pero bueno, cada uno lo
vive a su manera.
A
4 kilómetros del inicio de la etapa hemos pasado por el Alto de San Roque
siendo aún noche cerrada, con lo que apenas si he podido fotografiar el
monumento al peregrino allí existente, obra del escultor gallego José María
Acuña y que se puso en 1993.
A
la altura de Hospital, pueblo con un nombre significativamente jacobeo, hemos
tenido la oportunidad de contemplar un amanecer con un color rojo intenso en el
cielo. La verdad es que disfrutamos habitualmente de unos amaneceres preciosos,
pero el de hoy lo ha sido en especial, a pesar de que, dada la oscuridad del
entorno, mi cámara de fotos no haya logrado captar ni un poco de la belleza.
A
poco más de 8 kilómetros de O Cebreiro nos encontramos con el pueblecito de
Padornelo, que a Francesco no le suena de nada. A mi, sin embargo, me trae ecos
de ni infancia y juventud como uno de los puertos que se cerraba en cuanto
caían las primeras nieves.
Como
suele ser habitual, dada la hora en que empezamos a caminar, no hemos
encontrado nada abierto, donde poder tomar un café, hasta llegar a Viduedo (o
Biduedo, como también lo he encontrado escrito). En este pequeño caserío hemos
parado a tomar un café en el Mesón Betularia, a la entrada misma de las cuatro
casas, y allí nos han clavado por un vaso de leche 1,30 euros, lo que parece
exagerado y que recomiendo, desde luego, ni pisar, sobre todo porque hay otras
alternativas para tomar algo en la misma localidad.
Unos
pocos metros más allá, a la derecha del camino, está la Ermita de San Pedro en
Viduedo, con muros de mampostería de pizarra y caliza y cubierta a dos aguas
con tejado de losa. La fachada tiene una puerta con arco de medio punto y lo
que a mi me ha parecido una preciosa espadaña coronada por un campanil. A la
derecha de la puerta de entrada, el mojón que marca la distancia hasta
Santiago.
Quienes
han hecho el Camino saben que, sobre todo en algunos momentos, el mero hecho de
ver una flecha amarilla resulta algo reconfortante. Hay veces que caminas
kilómetros y kilómetros llevando solo una certeza solo “moral” pero en absoluto
“real” de que no te has desviado y que tendrás que volver sobre tus pasos. Por
eso la vista de una sencilla flecha que convierte en real, o cierta lo que era
una simple convicción, te reconforta. A veces, sin embargo, quien cuida de un
tramo de la señalización se prodiga con generosidad y no te pone, en el mismo
sitio, ni una, ni dos… ni cinco flechas amarillas. A veces puedes encontrarte,
todas juntas, ¡¡HASTA NUEVE FLECHAS!!. Y que conste que en mi comentario no hay
ni ápice de reproche, ni mucho menos, sino un enorme agradecimiento, pues quien
lo ha hecho tenía verdaderas ganas de ayudar a orientarse al peregrino.
A
la salida de Viduedo tuve el único percance, digamos “serio” en el casi mes
completo que duró el Camino: Francesco y yo caminábamos a buen paso, saliendo
del pueblecito reconfortados con el vaso de leche que acabábamos de tomar. Era
una callejuela con el firme de tierra, por donde transitan vacas y otro ganado
que dejan sus excrementos en el suelo, y que nadie recoge, pues forman parte de
la vida diaria. De pronto, el cordón de la bota derecha se me ha trabado en los
engarces metálicos de la bota izquierda. La sensación que he tenido ha sido
como si alguien me hubiera agarrado, de improviso, por los tobillos. El
resultado fue una caída brutal que me hizo golpear primero con una rodilla en
tierra y, acto seguido, la nariz y la boca.
El
golpetazo de la rodilla no lo sentí, pero el golpe de nariz y boca fue de una
violencia tremenda, no solo por la velocidad con que caí sino porque, además,
la inercia de la mochila, con sus ocho o diez kilos de peso, me impulsó hacia
adelante. En un primer momento pensé que me había roto la nariz. Sangré
abundantemente aunque, gracias a Dios, la hemorragia se detuvo pronto. Dado el
sitio donde he caído y la herida producida, me preocupó la posible infección,
pues todo está lleno de suciedad y excrementos animales. Me lavé como pude,
utilizando el agua que llevábamos para beber y, un tanto dolorido por el golpe
en la cara, continuamos hasta Triacastela donde, en un bar, y con una
amabilidad que agradezco, me prestaron una gasa y betadine, con lo que me pude
curar un poco.
Francesco
se pegó un susto tremendo en un primer momento y se disculpaba por no haberme
podido ayudar en evitar la caída. Yo me acordaba del golpe, tan similar a éste,
que mi hermano Pepe se dio cuando vino a Cáceres a caminar conmigo, golpe en el
que yo tampoco pude hacer nada para evitar.
Repuestos
del susto hemos continuado camino y deleitándonos con las aldeas que van
saliendo a nuestro paso, como Pasantes, en las que se combinan aspectos de
modernidad con otros que reflejan esa España rural, con muchas carencias y
pocas dotaciones y que, para los que somos de procedencia urbana, nos presenta
una imagen impactante y, en muchas ocasiones, bella.
Lo
que sí es permanente, especialmente desde que entramos en León, pero mucho más
en Galicia, es la publicidad de sitios para alojarse. Cualquier elemento y
sistema es válido para la publicidad.
En
esta aventura preciosa que es “hacer el Camino”, la belleza se te hace presente
de un modo continuo. Solo hay que estar dispuesto a verla.
Justo
antes de llegar a Triacastela, pueblecito al que está pegado, se pasa por le
pequeñísima aldea de Ramil, donde hay un castaño centenario al que se le
atribuye una antigüedad de 800 años, un diámetro de 2,7 y un perímetro de 8,5
metros. Dicen que es uno de los árboles más fotografiados del Camino.
Triacastela
es uno de los núcleos más antiguos e importante en el Camino. No hay acuerdo al
origen de su nombre, indicando unos que antiguamente existían tres castillos
(representados en el escudo que hay en la torre de su iglesia) y otros que lo
que había eran tres castros, de los que existen restos arqueológicos.
A
la salida del pueblo, camino de Samos, a la izquierda, tenemos la iglesia de
Triacastela que, en su origen, estuvo dedicada a San Pedro y San Pablo,
cambiándose después su advocación a la de Santiago. A un lado de la iglesia,
sin pared alguna que lo separe, el cementerio del pueblo, lo que me llamó la
atención.
A
la salida del pueblo está el Ayuntamiento, así como un monumento al peregrino.
Y a estas alturas ya me planteaba yo que en lugar de tanto monumento al
peregrino lo que deberían era procurar que los precios que se cobran a los
mismos por los servicios no fueran abusivos como, desgraciadamente son con
frecuencia.
Para
ir desde Triacastela a Sarriá existen dos alternativas. La primera es ir por un
camino existente más al norte, por San Gil. La otra por el sur, pasando por
Samos, donde está el famoso monasterio. Francesco y yo habíamos decidido el día
anterior ir por Samos por lo que, al salir del pueblo, tomamos la ruta
alternativa que sale por la izquierda pasado el ayuntamiento. Nuestra intención
es pernoctar en Samos y visitar el Monasterio.
Al
salir de Triacastela tenemos que caminar unos tres kilómetros por carretera
hasta llegar a San Cristovo do Real, trayecto durante el que tenemos la
oportunidad de observar alguna de las otras formas que hay de hacer el Camino.
Tras
cuatro kilómetros de recorrido por caminos y veredas en medio de un entorno
precioso, hemos hecho una pequeña subida tras la cual ha quedado ante nuestros
ojos y a nuestros pies Samos, del que destaca por encima de todo el Monasterio
benedictino de San Julián, fundado en torno al siglo VI por San Martín de
Dumio.
A
Samos se llega… por detrás, por expresarlo de algún modo. Hay que bajar desde
el alto para llegar y esta aproximación es una delicia ya que entre las
primeras casas y el Monasterio discurre el río Sarriá y hay allí un paseo y una
amplia praderita, con un césped no sé si artificial o natural, pero una
delicia. A Francesco y a mi nos consta que el albergue del Monasterio tiene
bastantes camas y que no hay mucha aglomeración de peregrinos, pues la mayor
parte van por San Gil. Como todavía no es la una de la tarde, nos sentamos en
los alrededores del jardín teniendo ante la vista el río y el Monasterio y allí
damos, tranquilamente, cuenta de los bocadillos de los que nos hemos provisto
en Triacastela.
Descansados
y respuestas las fuerzas nos vamos a la zona de acceso al albergue del
Monasterio, junto a la carretera.
El
albergue no lo abren hasta las 15 horas, pero he podido explicarle al
hospitalero (que no es un monje, sino un voluntario), el tema de mi caída, la
herida y el miedo a la infección, por lo que nos ha permitido dejar las
mochilas para que nos acerquemos al ambulatorio de la Seguridad Social donde,
tras una breve espera, me han hecho una cura de urgencia y me han puesto la vacuna
antitetánica advirtiéndome que tengo que ponerme las siguientes dosis
posteriormente para que la misma sea efectiva.
Regresamos
al albergue antes de que lo abran. Hacemos una breve espera y enseguida nos dan
acceso. Tras acreditarnos y sellar la credencia, ocupamos las literas y tomamos
la siempre ansiada ducha.
Cuando
nos hemos refrescado y estamos a punto de salir a dar un paseo, llega un grupo
de unos seis u ocho chavales, de ambos sexos, de alrededor de 18 años. Al
entrar en el albergue, quizá por el frescor del interior, una de las chicas del
grupo se derrumba y no llega a caer al suelo porque entre varios la cogen y la
depositan en una litera. Según cuentan sus compañeros no ha querido cubrirse la
cabeza en ningún momento, a pesar del fortísimo calor del día por lo que
pudiera ser una insolación.
Una
señora francesa de unos 40 años (que nada tiene que ver con el grupo), nos
insta a todos a rodearla, frotar las manos y transmitirle nuestra energía
positiva (así, como suena) pasando las manos por encima del cuerpo de la chica,
sin tocarla. Hace alusión al reiki, sin que yo me quede con la copla. La verdad
es que yo no creo demasiado en estas cosas, pero como se trata de “hacer piña”,
allí que me pongo, de rodillas junto a la litera, y tras frotar mis manos como
el maestro japonés de la película “Karate Kid” hacemos unos pases mágicos sobre
la chica que, a base de reiki, agua fresca y pañuelos húmedos puestos en la
frente, va recuperándose. Lástima que nadie nos hiciera una foto. Esa sí que
hubiera merecido la pena ponerla en el blog.
Ni
que decir tiene que la señora francesa se salía de satisfacción. Bendita sea
ella.
Después
de ejercer como curanderos nos vamos a ver la ermita del Ciprés o del Salvador,
del siglo IX y, por tanto, de estilo mozárabe, situada a unos 100 metros del
Monasterio del que, al parecer, formaba parte en su tiempo, pudiendo ser una
celda monástica.
Está
construida a base de lajas de pizarra y un rasgo característico es que la
puerta está situada en un lateral. En el interior resalta su arco triunfal
elíptico y sus pinturas al fresco de influencia astur.
Casi
adosado a la Capilla se encuentra un gran ciprés milenario de 25 metros de
altura y de unos 3,25 metros de perímetro. Está considerado entre los 50 árboles
más notables de España. En su lateral derecho tiene parche negro que se lo
pusieron a causa de una herida ocasionada por un rayo. El parche cumple la
doble función de protección y de ayuda a la regeneración natural del árbol.
La
ermita está situada en medio de un amplio jardín público, en un “meandro” que
hace la carretera. El sitio es delicioso y allí, descalzos, Mario, Francesco y
yo lo estuvimos disfrutando un buen rato hasta que llego la hora para asistir a
la visita guiada al Monasterio.
A
las 6 de la tarde hemos hecho la visita guiada al Monasterio, restaurado por
los propios monjes después de que se arruinara casi por completo a consecuencia
de la Desamortización de Mendizábal, que tanto daño hizo a al patrimonio
cultural español. Los monjes volvieron en 1880, después de 70 años ausentes del
mismo.
Podrían
poner un montón de fotos del Monasterio, pero opto por aportar solo una pequeña
muestra. Merece la pena verlo.
Varias
personas nos han dicho que no dejemos de participar en la misa que celebran los
monjes a las 19,30, con canto gregoriano de vísperas incluido. Nos quedamos y,
la verdad, mereció la pena.
A
la salida del Monasterio, y dado que al día siguiente comenzamos los últimos
100 kilómetros, Francesco, Sergio (el milanés que nos acompaña en los albergues
desde hace unos días) y yo decidimos celebrar el acontecimiento cenando en un
restaurante de peregrinos que está bien y es barato. Y como el acontecimiento
lo merece, decidimos rematar la cena con sendas copas de orujo tras lo cual,
volvemos al Monasterio y a eso de las 10 ya estábamos roncando.
Hoy
han sido 30,7 kms. en 6 horas y 45 minutos. 45.000 pasos.
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